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domingo, mayo 26, 2013

El exceso de formalismo en las licitaciones constituye una clara violación a la normatividad vigente

Cuando hace 20 años se promulgó la ley 80 de 1993, se generó una gran expectativa en el mundo jurídico por su pretensión de ser un estatuto de principios, más que un ordenamiento regulador y casuístico; ese objetivo quedó expresamente plasmado en la exposición de motivos del proyecto de ley que terminó siendo el Estatuto General de la Contratación, cuando se dijo que éste “pretende convertirse en el marco normativo de la actividad estatal en cuanto atañe a la contratación. Por ende, su estructura se caracteriza por definir y consagrar en forma sistematizada y ordenada las reglas y principios básicos que deben encaminar la realización y ejecución de todo contrato que celebre el Estado. No se trata, pues, de un ordenamiento de tendencia reguladora y casuística lo cual entraba la actividad estatal como lo ha demostrado la experiencia. Sólo recoge las normas fundamentales en materia contractual cuyo adecuado acatamiento se erija en la única limitante de la autonomía de la voluntad, principio que debe guiar la contratación estatal”.

En desarrollo de este propósito, la ley 80 de 1993 fue diseñada como un estatuto de principios tratando de no caer en el extremo de regular de manera detallada cada una de las situaciones que podían presentarse en la vida real, pues terminaría convirtiéndose en una asfixiante camisa de fuerza para la administración; la tarea de darle vida al Estatuto General de la Contratación le correspondía entonces a los servidores públicos, y por eso el legislador les dio amplias facultades para actuar en desarrollo del principio de la autonomía de la voluntad, pero siempre partiendo del supuesto de que ellos serían conscientes de las limitaciones surgidas de los principios generales, de tal manera que esto los llevara a adecuar su conducta a los parámetros definidos por la ley.

Desafortunadamente el mundo ideal soñado por el legislador es muy diferente a la realidad existente en todos los niveles de la administración pública pues las facultades otorgadas por el legislador a los servidores públicos para dirigir la actividad contractual, han sido utilizadas en muchos casos con absoluta prescindencia de los principios generales, produciéndose el mismo efecto desastroso que el equivalente a entregar un revolver a un niño.

Un triste ejemplo de lo que ocurre cuando los servidores públicos actúan sin la cabal comprensión de los principios generales lo acabábamos de ver en dos recientes procesos de contratación celebrados, uno a nivel de una alcaldía y otro a nivel de una gobernación. No diré nombres propios para no personalizar la discusión, pero se trata de ejemplos reales que bien podrían estar repitiéndose en varias entidades del país.

En el primer caso se expidieron pliegos de condiciones en los cuales se previó como requisito de participación, que los interesados en presentar propuestas asistieran de manera obligatoria a la audiencia de distribución de riesgos debiendo entregar ese mismo día una carta de intención acompañada de una copia del RUP. En el segundo caso se estableció como causal de rechazo de las propuestas la presencia de alguna inconsistencia en el formulario mediante el cual se declaraba la capacidad residual de contratación.

La consecuencia de aplicar ambas causales de rechazo en cada uno de los procesos de contratación, fue la eliminación de buena parte de los posibles interesados y/o proponentes. Lo curioso es que en ambos casos se trató de causales de eliminación “novedosas” en las licitaciones públicas que fueron aplicadas con toda severidad sin tener en consideración el principio de la prevalencia de lo sustancial sobre lo formal, so pretexto de hacer valer la literalidad de la exigencia sobre cualquier otra consideración, afirmando que ello era necesario para garantizar el derecho a la igualdad entre todos los proponentes.

Lo ocurrido en estos dos casos, que son un simple ejemplo de lo que pasa en muchas entidades, muestra que el excesivo formalismo y la rigurosidad en la redacción de los pliegos de condiciones y su posterior aplicación con los mismos criterios, se convierte en una peligrosa arma entregada a quien no tiene la capacidad de discernir entre lo sustancial y lo formal.

El autor Julio Rodolfo Comadira en su obra La Licitación Pública explica al respecto lo siguiente:
“No es a la forma sino al rigorismo formal al cual se debe combatir. El rigorismo formal se da, como dice Raspi, cuando el intérprete se abraza a una estructura adjetiva ausente de contenido; cuando no busca la custodia del derecho material, sino la forma por la forma misma, olvidando que ésta, desvinculada del derecho sustantivo al que accede, carece de razón, y agrega “que si en el procedimiento administrativo se habla de formas esenciales, tales formas no son esenciales por el valor que ellas encierran en si mismas; no es el rito lo que se pretende asegurar, sino el derecho sustancial que él perite proteger; es la seguridad jurídica y no la seguridad formal la que, en definitiva se protege” (Arturo Emilio Raspi, La garantía constitucional de defensa, el debido proceso adjetivo y el rigorismo formal, “E.D”, 179-737)”.

En derecho administrativo se ha identificado un principio general conocido como el “informalismo” o el “formalismo moderado” que trata de atemperar las consecuencias de un rigorismo exagerado. Este principio quedó expresamente consagrado en el artículo 25 de la ley 80 de 1993 al expresar en su numeral 15 lo siguiente:

“15. Las autoridades no exigirán sellos, autenticaciones, documentos originales o autenticados, reconocimientos de firmas, traducciones oficiales, ni cualquier otra clase de formalidades o exigencias rituales, salvo cuando en forma perentoria y expresa lo exijan leyes especiales.

La ausencia de requisitos o la falta de documentos referentes a la futura contratación o al proponente, no necesarios para la comparación de propuestas, no servirá de título suficiente para el rechazo de los ofrecimientos hechos”.

Este principio fue consagrado por el legislador para cerrarle la puerta a muchos funcionarios que utilizaban el rigorismo exagerado para eliminar propuestas contrarias a sus intereses, pero a pesar de la claridad del inciso segundo, muchas entidades no lo entendieron o no quisieron entenderlo y siguieron eliminando propuestas por razones fútiles e intrascendentes, motivo por el cual el legislador se vio en la necesidad de precisar aún más el alcance de esta de esta garantía, ordenando lo siguiente en el parágrafo primero del artículo 5 de la ley 1150 de 2007:

“Parágrafo  1°.  La  ausencia  de  requisitos  o  la  falta  de  documentos referentes a la futura contratación o al proponente, no necesarios para la comparación de las propuestas no servirán de título suficiente para el rechazo de los ofrecimientos hechos. En consecuencia, todos aquellos requisitos de la propuesta que no afecten la asignación de puntaje, podrán ser solicitados por las entidades en cualquier momento, hasta la adjudicación. No obstante lo anterior, en aquellos procesos de selección en los que se utilice el mecanismo de subasta, deberán ser solicitados hasta el momento previo a su realización”.

Y como al parecer algunas entidades seguían sin entender o sin querer entender el alcance de esta garantía procesal, el gobierno, a través del decreto 734 de 2012, trató de explicárselos aun con mayor claridad al regular las reglas de subsanabilidad:

“Artículo 2.2.8. Reglas de subsanabilidad. En todo proceso de selección de contratistas primará lo sustancial sobre lo formal. En consecuencia no podrá rechazarse una propuesta por la ausencia de requisitos o la falta de documentos que verifiquen las condiciones del proponente o soporten el contenido de la oferta, y que no constituyan los factores de escogencia establecidos por la entidad en el pliego de condiciones, de conformidad con lo previsto en los numerales 23 y 4 del artículo 5° de la Ley 1150 de 2007 y en el presente decreto.

“Tales requisitos o documentos podrán ser requeridos por la entidad en condiciones de igualdad para todos los proponentes hasta la adjudicación, sin que tal previsión haga nugatorio el principio contemplado en el inciso anterior.


“Sin perjuicio de lo anterior, será rechazada la oferta del proponente que dentro del término previsto en el pliego o en la solicitud, no responda al requerimiento que le haga la entidad para subsanarla.

“Cuando se utilice el mecanismo de subasta esta posibilidad deberá ejercerse hasta el momento previo a su realización, de conformidad con el artículo 3.2.1.1.5 del presente decreto.

“En ningún caso la entidad podrá señalar taxativamente los requisitos o documentos subsanables o no subsanables en el pliego de condiciones, ni permitir que se subsane la falta de capacidad para presentar la oferta, ni que se acrediten circunstancias ocurridas con posterioridad al cierre del proceso, así como tampoco que se adicione o mejore el contenido de la oferta”.

Algunos servidores públicos, consciente o inconscientemente, violan la prohibición de definir cuales documentos o requisitos son subsanables o insubsanables, y acuden a la estrategia de establecer que la ausencia, imprecisión o defectuosa presentación de determinado documento o requisito, trae como consecuencia el rechazo de la propuesta, lo que significa ni  más ni menos que declarar como insubsanable dicho documento o requisito, contrariando de esta manera el querer del legislador; es así como terminan violándose las reglas de subsanabilidad que autorizan corregir defectos meramente formales cuando se trate de requisitos que no otorgan puntaje. Esta es la situación que encontramos presente los dos procesos de contratación que estamos usando como ejemplos, pues en ambos casos las eliminaciones se relacionaban con requisitos que no otorgaban puntaje, a pesar de lo cual las entidades no quisieron dar la oportunidad de subsanarlos o corregirlos; adicionalmente, aunque en ninguno de ellos se dijo de manera expresa que la falta de entrega del RUP durante la audiencia de distribución de riesgos (para la licitación del nivel municipal) o los errores en el diligenciamiento del formulario de la capacidad residual (para el caso de la licitación de la gobernación), tenían el carácter de insubsanables, ambas entidades le dieron el carácter de “requisitos esenciales” e impidieron la corrección de la supuesta falencia, a pesar de que ninguno otorgaba puntaje, ni constituian factores de escogencia, pues simplemente permitían al proponente verificar sus condiciones.

Con el afan de eliminar masivamente las propuestas para demostrar una mal entendida transparencia, además de vulnerarse la regla de subsanabilidad prevista en las leyes 80 de 1993 y la ley 1150 de 2007, se violó el nuevo Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo que ratifica este derecho al establecer en su artículo 40 que “durante la actuación administrativa y hasta antes de que se profiera la decisión de fondo se podrán aportar, pedir y practicar pruebas de oficio o a petición del interesado sin requisitos especiales”. Esta norma reitera la tendencia legislativa de buscar que la entidad cuente con los suficientes elementos de juicio para tomar una decisión justa, permitiendo que se aporten pruebas (y un documento que aclara una situación o que subsana una falencia constituye un medio probatorio), hasta antes de tomarse la decisión definitiva. La única excepción legal, sería la relacionada con los requisitos que asignan puntaje.

Las fallas comienzan entonces desde la preparación de los pliegos de condiciones, en los cuales se incluyen  exigencias innecesarias o exageradas, vulnerando el principio de proporcionalidad consagrado en el artículo 14 del Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo, según el cual  “en la medida en que el contenido de una decisión de carácter general o particular sea discrecional, debe ser adecuada a los fines de la norma que la autoriza, y proporcional a los hechos que le sirven de causa”.

Roberto Dromi en su obra Licitación Pública recuerda que “todo acto de la Administración debe encontrar su justificación en preceptos legales y en hechos, conductas y circunstancias que lo causen. Tiene que haber una relación lógica y proporcionada  entre el consecuente y los antecedentes, entre el objeto y el fin. Por ello, los agentes públicos deben valorar razonablemente las circunstancias de hecho y el derecho aplicable y disponer medidas proporcionalmente adecuadas al fin perseguido por el orden jurídico” (pag 83, ob. cit.).

Para evidenciar los abusos que se cometen en la definición de requisitos preguntémonos cuál es la justificación de exigir que en la audiencia de distribución de riesgos se entregue una copia del RUP como requisito habilitante para poder continuar en el proceso de selección. La ausencia de justificación de esta exigencia salta a la vista y se torna sospechosa con la sola constatación de ser una exigencia sui generis, que sólo a los servidores públicos de ese ente territorial se les ha ocurrido, pues ninguna entidad había tenido el atrevimiento de incluir un requisito tan absurdo.

¿Serán obligatorias estas exigencias a pesar de su evidente ilegalidad y carencia de justificación? Esta pregunta es fundamental pues la mayoría de las entidades alegan a su favor que tal requisito, así sea injusto, absurdo o ilegal, debe ser exigido pues de no hacerlo se atentaría contra el derecho de igualdad y afectaría a los proponentes que “sí fueron diligentes” y cumplieron con lo exigido.

Esta afirmación refleja también un desconocimiento de un aspecto fundamental de la normatividad que rige la actividad contractual, cual es el mandato contenido en el inciso final del numeral 5 del artículo 24 de la ley 80 de 1993 que consagra la sanción de ineficacia de las estipulaciones de los pliegos de condiciones que violen las reglas allí contenidas, al disponer que “Serán ineficaces de pleno derecho las estipulaciones de los pliegos  y de los contratos que contravengan lo dispuesto en este numeral…”, siendo una de las reglas contenidas en dicho numeral la que ordena que “Se definirán reglas objetivas, justas, claras y completas que permitan la confección de ofrecimientos de la misma índole, aseguren una escogencia objetiva y eviten la declaratoria de desierta de la licitación”.

El concepto de justicia es lo suficientemente omnicomprensivo como para entender que debe ser inaplicada por ineficaz cualquier regla que carezca de una justificación técnica o jurídica, que vulnere las normas jurídicas en las cuales debe fundamentarse, como ocurre por ejemplo cuando de manera disimulada se incluye una regla de no subsanabilidad, que pueda afectar la posibilidad de participar de un posible proponente.

Esto nos lleva a afirmar entonces, que si el problema comenzó con la inclusión de reglas afectadas por un exceso de rigorismo formal, termina agravándose cuando dichas reglas son aplicadas a rajatabla, bajo el supuesto de que dejar de aplicarlas afectaría el derecho a la igualdad, desconociendo que existe un claro mandato legal que convierte en ineficaces las relgas que sean subjetivas, injustas, confusas o incompletas. Siguiendo con los ejemplos planteados, encontramos que en el acto de adjudicación realizado por una de las gobernaciones más importantes del país, se hizo un enorme esfuerzo para justificar la eliminación de  11oferentes, no porque no cumplieran con la capacidad residual exigida, sino porque cometieron errores en el diligenciamiento del formulario respectivo, argumentando que con ello violaron el deber de lealtad y buena fe en la entrega de información. A pesar de toda la elaboración conceptual que hicieron sobre el deber de lealtad en la entrega de la información, lo cierto es que, en ninguno de los casos encontraron que la consecuencia del error fuera que el proponente incumpliera con la capacidad residual mínima, lo que indica que a pesar de haber existido el error, este sería intrascendente pues en nada afectaba el resultado final y por tanto la sanción de eliminación se torna en injusta y desproporcionada pues se fundamenta en la omisión de un mero requisito formal que en nada afectaría  el aspecto sustancial. Esto permite evidenciar que la entidad departamental hizo prevalecer un requisito de forma por la simple forma, sin tener en consideración si existía o no alguna afectación frente a los aspectos sustanciales.

Para terminar quiero traer a colación la explicación de Roberto Dromi sobre los principios de informalismo y eficacia, pues suministran elementos adicionales sobre las ideas que quiero dejar sustentadas en este artículo:

“b) Informalismo. El informalismo trata de la excusación, a favor del interesado, de la observancia de exigencias formales no esenciales y que se pueden cumplir posteriormente. Obliga a una interpretación benigna de las formalidades precisas contenidas en el procedimiento. En consecuencia, el oferente puede invocar la elasticidad de las normas en tanto y en cuanto lo beneficien. Opera como un paliativo en su favor por la falta de regulación adecuada o por la falta de límites concretos a la actividad administrativa. No puede, en cambio, invocarlo la Administración. Hay que interpretarlo en favor de los participantes, pues traduce la regla jurídic del in dubio pro actione, o sea de la interpretación más favorable al ejercicio del derecho de acción, para asegurar, en lo posible, más allá de las dificultades de índole formal, una decisión sobre el fondo de la cuestión objeto del procedimiento…

“c) Eficacia. El principio de eficacia en la actuación administrativa tiene como objeto inmediato hacer más eficiente la actuación de la administración y la participación d elos administrados… La economía procedimental y el principio de simplicidad técnica (p.ej. simplificación de procedimientos, concentración de elementos de juicio, eliminación de plazos inútiles, o de reenvíos administrativos innecesarios, flexibilidad probatoria, actuación de oficio, control jerárquico) posibilitan una tutela efectiva de derechos y poderes jurídicos. Se trata de poner fin al procedimentalismo o reglamentarismo anarquizante, pensando en la pronta solución que reclama el ejercicio del poder y el respeto del derecho”


Como conclusión podemos afirmar que las decisiones basadas en criterios meramente formales, con pleno desprecio del derecho sustancial, dejan un amargo sabor pues siempre quedará la duda de si obedecieron a estrategias diseñadas previamente para lograr un resultado predeterminado o si con el exceso de rigorismo formal, los servidores públicos simplemente manifiestan el desprecio de los principios generales del derecho administrativo en general y de los principios generales de la contratación pública en particular, cuyo respeto era fundamental para la adecuada aplicación del Estatuto General de la Contratación. Ya sea que existiera una actitud dolosa para dirigir la licitación hacia un resultado predeterminado, ya sea que las decisiones hubieran sido adoptadas en aplicación de un anacrónico formalismo jurídico, el efecto es el mismo, pues termina minándose la credibilidad de la administración pública y afectándose derechos de los proponentes que participan en las licitaciones confiando en que ellas serán adelantadas respetando la normatividad vigente.