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domingo, junio 17, 2012

LAS ACTUACIONES DE LAS AUTORIDADES AMBIENTALES Y EL PRINCIPIO DE PRECAUCION (I)


Las actuaciones de las autoridades ambientales y el libro “LEYES DEL MIEDO. MAS ALLA DEL PRINCIPIO DE PRECAUCION” 


La intervención que el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible y la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales ha venido realizando sobre el proyecto del Túnel de Oriente y sobre otros proyectos de infraestructura en el país se ha sustentado en la aplicación del “principio de precaución”.

Consultando literatura especializada sobre este tema, me encontré con una obra cuyo título resulta atractivo: LEYES DE MIEDO. MAS ALLÁ DEL PRINCIPIO DE PRECUACIÓN del autor Cass R. Sunstein (editorial Katz, Buenos Aires, 2009). El autor explica que en múltiples ocasiones las autoridades públicas actúan de manera irracional dejándose llevar por el miedo y por presiones públicas, y terminan adoptando medidas que son incoherentes pues “existen riesgos en todos los aspectos de las situaciones sociales. Por tanto es paralizante, prohíbe las mismas medidas que requiere. Debido a que los riesgos están en todas partes, el principio de precaución prohíbe la acción, la inacción y todos los estadios intermedios”.

Para entender la realidad de esta afirmación, basta mencionar como ejemplo que la ANLA al suspender todas las actividades y obras relacionadas con el proyecto “Túnel de Oriente”, impidió que se continuaran haciendo la totalidad de las actividades de medición del estado de los recursos naturales, como lo son las fuentes de agua existentes (lo que se conoce como la “línea base ambiental”), y a pesar de que se le solicitó expresamente que permitieran continuar realizando estas actividades que eran indispensables para la evaluación posterior de las reales consecuencias de la construcción del túnel se abstuvieron de autorizarlas; así pues, acuden al principio de precaución por no tener certeza sobre los reales efectos del túnel, pero prohíben las actividades de monitoreo que posteriormente permitirán establecer cuales son sus reales efectos. Tal como lo dice al autor citado, este principio es “paralizante, prohíbe las mismas medidas que requiere”

Este libro analiza otros tópicos que vale la pena destacar: por ejemplo analiza como las autoridades se dejan influenciar por el miedo de la comunidad que muchas veces es promovido por “grupos de interés” y que luego crece como “un reguero de pólvora”, lo que en este caso se evidenció en que los temores de algunos pobladores del sector de Santa Elena fueron adoptados por grupos ambientalistas que logran ser replicados por unos funcionarios del Municipio de Medellín y elevan sus temores ante el Ministerio de Ambiente, llegándose al paroxismo de que el propio Ministro de Ambiente declarara que con la construcción del Túnel se ponía en riesgo el suministro de agua de Medellín, Envigado, Rionegro y Guarne, desconociendo que sólo unos pocos pobladores de las zonas rurales de estos municipios se surten de fuentes provenientes de la cuenca que será atravesada por el futuro túnel.

Resalta también las consecuencias negativas de aplicar el principio de precaución tomando como base “los peores escenarios” y no basándose en los escenarios probables y racionales, lo que en el caso del Túnel de Oriente se ha evidenciado en la tendencia a incrementar las exigencias ambientales para evitar que se repita la experiencia negativa ocurrida en la Central de La Miel de ISAGEN, en donde se presentaron mayores niveles de infiltración de los previstos durante la construcción del túnel para el trasvase del Río Manso, sin tener en cuenta que este fue un caso excepcional frente a las experiencias normales en este tipo de proyectos.

Concluye este autor que “por estas razones, he criticado el principio de precaución, al menos si esta idea se toma como una súplica para que se implemente una regulación enérgica de aquellos riesgos que es improbable que se concreten… Cuando, por ejemplo, un incidente en particular está “disponible”, en el sentido de que se recuerda con facilidad (v.gr. el Rio Manso), las personas tienden a preocuparse mucho más de lo necesario… La selectividad del peligro se ve agravada por el descuido de la probabilidad, a través de las cuales las emociones intensas llevan a las personas a concentrarse en los peores escenarios sin tomar en cuenta la probabilidad de que ocurran… ¿Qué puede hacerse como respuesta? Las autoridades reguladoras sensatas manejan el miedo por medio de la educación y la información. El análisis del costo beneficio es una herramienta en extremo útil, simplemente porque brinda una comprensión de lo que está en juego, de lo que ha de ganarse y lo que ha de perderse con las intervenciones regulatorias. Si una regulación ambiental costara mucho e hiciera poco para mejorar la salud pública o el medioambiente, no hay razón para adoptarla…”

Lo que hemos visto en la práctica es que en función del principio de precaución, proyectos como el Túnel de Oriente han sido suspendidos en espera de que la autoridad ambiental defina qué estudios adicionales a los que fueron elaborados al momento de otorgarse la licencia ambiental, deban solicitarse de manera adicional a los existentes para lograr una plena certeza de que la construcción del túnel no generará daños ambientales, certeza que va en contravía con la razón de ser de las licencias ambientales como lo analizaremos a continuación.

(Ver la segunda parte en el vínculo http://contratacionestatal.blogspot.com/2012/06/las-actuaciones-de-las-autoridades_17.html)

LAS ACTUACIONES DE LAS AUTORIDADES AMBIENTALES Y EL PRINCIPIO DE PRECAUCION (II).


LOS EFECTOS PARALIZADORES DERIVADOS DE LA APLICACIÓN DEL PRINCIPIO DE PRECAUCIÓN

(Ver la primera parte en el vínculo http://contratacionestatal.blogspot.com/2012/06/las-actuaciones-de-las-autoridades.html)

Pretender que sólo pueden ejecutarse proyectos frente a los cuales existe certeza de que no causarán daños ambientales, es un pensamiento contradictorio con la naturaleza misma de las licencias ambientales pues por definición legal ellas sólo se requieren con relación a “un proyecto, obra o actividad, que de acuerdo con la ley y los reglamentos pueda producir deterioro grave a los recursos naturales renovables o al medio ambiente o introducir modificaciones considerables o notorios al paisaje…”. Esto significa que no puede pretenderse que una obra de infraestructura carezca de efectos negativos frente al medio ambiente pues, por definición, si requiere licencia, es porque puede producir un deterioro grave a los recursos naturales renovables o al medio ambiente. Es por eso que el objetivo principal de la licencia es imponer al beneficiario obligaciones para que “la prevención, mitigación, corrección, compensación y manejo de los efectos ambientales del proyecto, obra o actividad autorizada” (artículo 3 del decreto 2820 de 2010).

El principio de precaución, por naturaleza, es un principio paralizador pues a través de él se busca impedir la aplicación de nuevas tecnologías o nuevos desarrollos, cuando existen dudas sobre los efectos sobre las personas o el medio ambiente. Este principio está previsto en el numeral 6 del artículo 1 de la ley 90 de 1993 de la siguiente manera:

“6. La formulación de las políticas ambientales tendrá en cuenta el resultado del proceso de investigación científica. No obstante, las autoridades ambientales y los particulares darán aplicación al principio de precaución conforme al cual, cuando exista peligro de daño grave e irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces para impedir la degradación del medio ambiente”.

La anterior definición puede ser explicada de la siguiente manera: el desarrollo tecnológico y la actividad económica puede ser generadora de riesgos para las personas y el medio ambiente; en ciertas ocasiones no existe certeza científica sobre la existencia de un riesgo sobre las personas o sobre el medio ambiente, pero existen sospechas de que ese riesgo puede existir. Esto ocurre, por ejemplo, con ciertos productos para el consumo humano que pueden ser sospechosos de producir cáncer: el principio de precaución enseña que es preferible prohibir su utilización así no se tenga certeza de que produce cáncer, a permitir su uso monitoreando sus efectos para que, de pronto, al cabo de los años resulte que sí era cancerígeno. Por tal motivo, esta falta de certeza sobre la existencia del riesgo no debe impedir que se tomen medidas de regulación que puedan ayudar a prevenir la afectación de las personas o el medio ambiente.

Lo típico del principio de precaución es que existe un alto nivel de incertidumbre sobre la real existencia del riesgo pero, a pesar de esa incertidumbre, resulta aconsejable que el Estado adopte medidas para evitar que ese riesgo se llegue a concretar.

Otro tratamiento diferente debe dársele a las actividades frente a las cuales ya existe el suficiente conocimiento científico sobre cuales son sus efectos reales: en el mundo moderno ninguna autoridad niega una licencia ambiental para la construcción de una central hidroeléctrica a pesar de los efectos negativos que tiene frente a las poblaciones que tendrán que ser reubicadas por la inundación de las tierras donde viven, o por la pérdida de la vegetación o el desplazamiento de la fauna nativa. Ante estos daños se ordenan medidas de prevención o en el peor de los casos de compensación pero el proyecto no es objeto de prohibición.

Esto es así pues la legislación ambiental parte del supuesto de que ciertas actividades, como la construcción de obras de infraestructura, generan afectaciones de diferentes niveles, pero no por ello se prohíbe la ejecución de las mismas; al contrario, dependiendo del nivel de intensidad de dichas afectaciones, prevé la utilización de prevención, mitigación, corrección, compensación y manejo de los efectos ambientales de la obra o actividad autorizada.

Es por ese motivo que la legislación vigente (decreto 2820 de 2010, artículo 1) define las medidas de compensación, corrección, mitigación y prevención de la siguiente manera:

Medidas de compensación: Son las acciones dirigidas a resarcir y retribuir a las comunidades, las regiones, localidades y al entorno natural por los impactos o efectos negativos generados por un proyecto, obra o actividad, que no puedan ser evitados, corregidos, mitigados o sustituidos.
Medidas de corrección: Son las acciones dirigidas a recuperar, restaurar o reparar las condiciones del medio ambiente afectado por el proyecto, obra o actividad.
Medidas de mitigación: Son las acciones dirigidas a minimizar los impactos y efectos negativos de un proyecto, obra o actividad sobre el medio ambiente.
Medidas de prevención: Son las acciones encaminadas a evitar los impactos y efectos negativos que pueda generar un proyecto, obra o actividad sobre el medio ambiente.

La imposición de este tipo de medidas como consecuencia de una licencia ambiental para la construcción de una obra de infraestructura es consecuencia el “principio de prevención” y no del “principio de precaución”.

La doctrina explica que el principio de precaución sólo procede ante situaciones de “ignorancia” debido a la falta de certeza científica sobre los efectos de determinada actividad humana, mientras que ante actividades cuyos riesgos son conocidos debe obrar el principio de prevención.

¿Podría entonces afirmarse que hoy en día se desconocen cuales son los riesgos derivados de la construcción de un túnel cuando este tipo de obras ha sido ejecutada y estudiada por siglos? La respuesta tiene que ser negativa; sin necesidad de ser especialista, se sabe de antemano que la construcción de un túnel puede generar un riesgo frente al abatimiento de las aguas superficiales, fenómeno cuya producción depende de las condiciones geológicas del macizo donde se construye el túnel; así pues, es imposible saber de antemano si determinado cauce o nacimiento de agua se verá afectado de manera particular, pero no es a esta falta de certeza a la que se refiere la normatividad vigente para justificar la utilización del principio de precaución: es a la falta de certeza científica sobre los efectos de la actividad como lo sería la construcción misma del túnel.

Conociéndose entonces de antemano cuales son los riesgos derivados de la construcción de un túnel, no tiene justificación acudir al mecanismo extremo del principio de precaución, que como ya dijimos es de naturaleza paralizadora, pues lo que debe hacerse es acudir a las medidas de prevención, mitigación, corrección y en, en el peor de los casos, compensación que la ley prevé como uno de los componentes fundamentales de la licencia ambiental.

Tampoco debe acudirse al principio de precaución para ordenar la suspensión de obras ya licenciadas justificado en los temores de la comunidad ni mucho menos en la presión de los grupos de interés que se oponen a cualquier tipo de desarrollo bajo el supuesto de la defensa a ultranza del medioambiente.


SOBRE LA CAPACIDAD RESIDUAL DE CONTRATACION EN EL DECRETO 734 DE 2012


Una gran inquietud ha generado la disposición contenida en el decreto 734 de 2012 a través de la cual se define la capacidad residual de contratación en función del indicador financiero “capital de trabajo”. Según lo dispone el numeral 1 del artículo 6.1.1.2, la capacidad residual para la contratación de cualquier obra “Es el indicador que resulta de restarle al indicador financiero de capital de trabajo, la sumatoria de todos los valores de los contratos que tenga en ejecución el contratista en la actividad de construcción al momento de participar en un determinado proceso de selección con el fin de señalar su nivel de saturación y que se acreditará ante la entidad de acuerdo a los parámetros señalados en el presente decreto y en los respectivos pliegos de condiciones”.

Los ejercicios que han hecho los analistas del tema demuestran que prácticamente ninguna sociedad contratista, que se encuentre operando en condiciones normales, cuenta con una capacidad residual positiva luego de hacer el cálculo previsto en la norma.

Pareciera ser que el defecto de la fórmula prevista en el decreto tiene su origen en intentar comparar dos cosas que no son comparables. En efecto, el capital de trabajo de una empresa hace referencia a los recursos que requiere la empresa para poder cumplir con sus obligaciones a corto plazo (ver http://www.gerencie.com/capital-de-trabajo.html y http://es.wikipedia.org/wiki/Capital_de_trabajo ), mientras que
el valor de los contratos que tenga en ejecución el proponente no refleja solamente los compromisos a corto plazo si no también los asumidos por él a mediano y largo plazo pues en muchas ocasiones los contratistas asumen compromisos a mediano y largo plazo; es más, si se acepta la posición expuesta por algunos en el sentido de que también debe restarse el valor de los contratos de concesión, resultaría que difícilmente las grandes empresas de construcción de Colombia podrían obtener una capacidad residual positiva.

Algunos han pretendido justificar el decreto diciendo que es desarrollo de lo previsto en el artículo ley 019 de 2012 (estatuto anti trámites), pero realmente el parágrafo de su artículo 221 lo único que dispone es que “para poder participar en los procesos de selección de los contratos de obra, la capacidad residual del proponente o K de contratación deberá ser igual o superior al que la entidad haya establecido para el efecto en los pliegos de condiciones”. Agrega que “para establecer la capacidad residual del proponente o K de contratación, se deberán considerar todos los contratos que tenga en ejecución el proponente al momento de presentar la oferta” y encarga al gobierno de reglamentar la materia.

Obsérvese entonces que allí no se dispone cual es la fórmula para calcular la capacidad residual.

Ante la contundencia de que la mayoría de las empresas constructoras con actividades permanentes arrojarán una capacidad residual negativa, otros han sugerido que en los pliegos de condiciones se establezca la posibilidad de autorizar una capacidad residual negativa, lo cual resulta contrario con la razón de ser de este indicativo, pues si lo que se pretende con este indicador es determinar el nivel de saturación del contratista, es apenas obvio que cualquier valor por debajo de 0 significa que su nivel de saturación está copado.

Es evidente que el problema no puede ser solucionado por vía de los pliegos de condiciones pues en ellos no puede establecerse ninguna regulación contraria a lo dispuesto en el decreto reglamentario.

Tampoco sería viable que la Agencia Nacional de Infraestructura intentara enderezar este entuerto por vía de un concepto, circular o cualquier otro mecanismo de interpretación de un decreto reglamentario.

Mucho menos puede pretenderse buscar una solución por vía de una acción de nulidad ante el Consejo de Estado puesto que una demanda de nulidad no puede fundamentarse en problemas de inconveniencia de una norma ni mucho menos en sus incoherencias.

Partiendo lógicamente de la presunción de buena fe, debemos suponer que la regulación contenida en el decreto 734 de 2012 constituye un error involuntario y que ningún interés subjetivo inspiró a sus redactores con el fin de excluir a ciertos contratistas y beneficiar a otros.

Sabemos que el tema está siendo debatido intensamente en los altos niveles, pero esperamos que por vía de una reforma del decreto reglamentario se tome una decisión pronta, pues estamos ante el desolador panorama de licitaciones que tendrán que declararse desiertas por falta de proponentes habilitados o de licitaciones en las cuales no se garantice la pluralidad de oferentes por la ausencia de suficientes proponentes que garanticen una sana competencia.

LA INDULGENCIA DEL CONSTITUYENTE FRENTE A LOS ERRORES DE LOS SERVIDORES PÚBLICOS: COMENTARIOS A PROPOSITO DE LA CULPA GRAVE Y EL DOLO COMO SUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD FISCAL


Hace unos días escuchaba un capítulo del programa radial Historia del Mundo de la profesora Diana Uribe dedicado al Siglo de Pericles, en el que describía al estadista ateniense de la siguiente manera: “su honestidad estuvo siempre a toda prueba, pero así como era de honesto también era un tipo fresco, o  no hizo de la honestidad una religión, no se volvió un perseguidor, fue lo suficientemente indulgente con las flaquezas y las debilidades humanas para poder gobernar a los atenienses y lo suficientemente honesto y recto con su propio carácter para poder ser ejemplo para toda la ciudad. Tenia el equilibrio entre la rectitud y la indulgencia, porque muchas veces, las personas que son de una rectitud intachable, pueden llegar a ser terriblemente severas. El no tenía esa severidad, sí tenia esa rectitud y además era un tipo capaz de comprender las flaquezas de la naturaleza humana…”

La descripción que hizo la historiadora Diana Uribe del estadista griego, me permitió entender por qué generan escozor las cruzadas moralistas de quienes se autodenominan adalides de la honestidad y la rectitud y que enarbolan estas banderas para atacar indiscriminadamente a los servidores públicos e incluso a los contratistas del Estado. Lo primero que molesta es que la honestidad no tiene que predicarse pues es una virtud que brilla por sí sola; lo segundo es que cuando la honestidad se convierte en una religión y en una actitud fundamentalista, se cae en el extremo de querer castigar, no sólo a quien de verdad se lo merece, sino también a personas inocentes o a quienes cometieron errores que para la ley no merecen sanción (pagan justos por pecadores).

No puede ser entonces honesta y recta la persona que acusa o castiga a un inocente o que persigue a quien cometió una falta leve que, ante la ley, carece de relevancia jurídica.

Los fundamentalistas de la honestidad (real o simplemente predicada) desconocen que nuestro constituyente fue intencionalmente indulgente con los servidores públicos al establecer niveles mínimos de culpabilidad que deben existir para poderles exigir responsabilidad patrimonial.

Citemos por ejemplo la regulación de la responsabilidad patrimonial de los servidores públicos prevista en el artículo 90 de la Constitución Nacional: esta norma establece la posibilidad de exigirle al servidor público que responda con su propio patrimonio, por haber dado lugar a una condena en contra de la entidad estatal. Sin embargo, establece una condición para que pueda exigírsele al servidor este tipo de responsabilidad: que hubiera actuado con dolo o culpa grave. Esto significa que no en cualquier caso en que una conducta del servidor hubiera dado lugar a una condena en contra del Estado, puede pedírsele que responda con su propio patrimonio: si el servidor actuó con culpa levísima o leve, su responsabilidad patrimonial está excluida

El legislador quiso hacer caso omiso de estar restricción al expedir la ley 160 de 2000, pues, al regular la responsabilidad fiscal, estableció en el parágrafo segundo del artículo 4 que “El grado de culpa a partir del cual se podrá establecer responsabilidad fiscal será el de la culpa leve”. Por este motivo, la Corte Constitucional a través de la sentencia c-619 de 2002, corrigió este entuerto con fundamento en los siguientes argumentos:

“6.5. Y es precisamente en ese punto en donde resalta la contrariedad de las expresiones acusadas con el Texto Superior, toda vez que ellas establecen un régimen para la responsabilidad fiscal mucho más estricto que el configurado por el constituyente para la responsabilidad patrimonial que se efectiviza a través de la acción de repetición (C.P. art. 90-2), pues en tanto que esta última remite al dolo o a la culpa grave del actor, en aquella el legislador desborda ese ámbito de responsabilidad y remite a la culpa leve. Así, mientras un agente estatal que no cumple gestión fiscal tiene la garantía y el convencimiento invencible de que su conducta leve o levísima nunca le generará responsabilidad patrimonial, en tanto ella por expresa disposición constitucional se limita sólo a los supuestos de dolo o culpa grave, el agente estatal que ha sido declarado responsable fiscalmente, de acuerdo con los apartes de las disposiciones demandadas, sabe que puede ser objeto de imputación no sólo por dolo o culpa grave, como en el caso de aquellos, sino también por culpa leve.

“6.6. Para la Corte, ese tratamiento vulnera el artículo 13 de la Carta pues configura un régimen de responsabilidad patrimonial en el ámbito fiscal que parte de un fundamento diferente y mucho más gravoso que el previsto por el constituyente para la responsabilidad patrimonial que se efectiviza a través de la acción de repetición. Esos dos regímenes de responsabilidad deben partir de un fundamento de imputación proporcional pues, al fin de cuentas, de lo que se trata es de resarcir el daño causado al Estado. En el caso de la responsabilidad patrimonial, a través de la producción de un daño antijurídico que la persona no estaba en la obligación de soportar y que generó una condena contra él, y, en el caso de la responsabilidad fiscal, como consecuencia del irregular desenvolvimiento de la gestión fiscal que se tenía a cargo”.

Esa misma indulgencia del legislador se observa en el ámbito del derecho penal, pues para la mayoría de los delitos contra la administración pública se exige la existencia del dolo, excluyendo por tanto el castigo por actuaciones culposas.

En el régimen disciplinario el legislador es menos indulgente que en los casos anteriores pues la mayoría de las faltas disciplinarias se configuran a título de culpa o dolo.

Lo que resulta importante destacar es que cuando el constituyente o el legislador exigen la configuración de dolo o culpa grave, o incluso de culpa leve en el campo del derecho disciplinario, es porque quieren ser indulgentes con los errores que pueden ser cometidos por debajo de esos niveles de culpa, durante el ejercicio normal de las funciones públicas.

Esta indulgencia tiene su clara justificación en el reconocimiento de una realidad inevitable: el ser humano se equivoca. Si los servidores públicos tuvieran la amenaza permanente de que cualquier error les generará una sanción, la administración se paralizaría pues ellos preferirían quedarse cruzados de brazos antes que actuar pues, obviamente, es más fácil equivocarse con la acción que con la inacción.

Desafortunadamente en muchas ocasiones los órganos de control fiscal olvidan esta graduación de los niveles de culpa y terminan calificando cualquier error como “culpa grave”. Incluso en el derecho disciplinario se olvida también que la culpa que amerita una sanción es la leve y no cualquier tipo de culpa. De esta manera los órganos de control terminan convirtiendo en inocua la definición legal de los niveles de culpa, con lo cual provocan un efecto paralizador en la administración pública, pues los servidores oficiales optan por hacer lo mínimo posible, para no correr el riesgo de comprometer su responsabilidad patrimonial.

Los órganos de control no pueden caer entonces en el despropósito de atacar de manera indiscriminada a todo servidor público que haya cometido un error, justificando esta actitud en la defensa de los intereses del Estado y de la comunidad, bajo el pretexto de que ese castigo podría tener un carácter ejemplificador frente a los demás servidores, pues con ello terminan olvidando que el Estado sólo quiere que se castigue a quien en verdad lo merece pero no desea que se castigue a quien no se lo merece.

No sobra mencionar que este tipo de amedrentamiento atemoriza más a los servidores honestos que los deshonestos, pues éstos poco temor tienen ante la amenaza de la pena ante el alto nivel de impunidad que existe en nuestro país y porque, en no pocas ocasiones, se sienten protegidos por sus vínculos y contactos políticos con los órganos de control.