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domingo, octubre 28, 2012

Las entidades estatales regidas por el derecho privado no pueden aplicar multas contractuales

La dualidad que se genera como consecuencia de la existencia de contratos estatales regidos por el estatuto general de la contratación y contratos estatales regidos por el derecho privado es causa de múltiples problemas. Algunos de ellos  se han ido solucionando, como ocurre con los relacionados con la jurisdicción competente para conocer de los conflictos derivados de loa miamos.

El Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo (ley 1437 de 2011) fue claro al preceptuar en su artículo 104 que los procesos "relativos a  los contratos, cualquiera que sea su régimen, en los que sea parte una entidad pública o un particular en ejercicio de funciones propias del Estado", son de conocimiento de la Jurisdicción Contencioso Administrativa.

Otros asuntos siguen siendo fuente de discusión como ocurre con la posibilidad que tienen las entidades excluidas del Estatuto General de la Contratación Estatal  (ley 80 de 1993 y ley 1150 de 2007) de aplicar multas. Bien es sabido que la mayoría de las veces las entidades estatales sometidas al derecho privado las pactan y en no pocas ocasiones las aplican. Esta es la situación de empresas industriales y comerciales del Estado, sociedades de economía mixta, empresas prestadoras de servicios públicos domiciliarios, empresas del sector eléctrico, empresas sociales del Estado, etc.  

No deja de ser un absurdo que estas entidades se encuentren sometidas preponderantemente al derecho privado en su gestión contractual, pero que simultáneamente quieran continuar gozando de potestades públicas en desarrollo de la gestión contractual.

Si bien es cierto que la ley 1150 de 2007 otorgó a las entidades públicas la facultad de imponer multas, también lo es que esa facultad se limitó única y exclusivamente a las entidades sometidas al Estatuto General de la Contratación de la Administración Pública, como claramente lo dispuso en el inciso segundo del artículo 14 cuando dispuso lo siguiente: 

"En desarrollo de lo anterior y del deber de control y vigilancia sobre los contratos que corresponde a las entidades sometidas al Estatuto General de Contratación de la Administración Pública, tendrán la facultad de imponer las multas que hayan sido pactadas con el objeto de conminar al contratista a cumplir con sus obligaciones".

Si tenemos en cuenta que todos los servidores públicos están sometidos al principio de legalidad y de la competencia restrictiva, que enseña que ellos sólo pueden hacer lo que está expresamente permitido, resulta que ante la ausencia de una  disposición legal que les otorgue competencia para aplicar multas, dicha facultad no puede ser ejercida por ellos.

Recientemente el Consejo de Estado, a través de la Sección Tercera, rectificó  la posición asumida en sentencias anteriores y fijo como criterio que la posibilidad de aplicar multas requiere el otorgamiento expreso de la facultad para hacerlo, negando la posibilidad de que las entidades puedan imponer multas alegando el "poder de autotela" (sentencia del 29 de marzo de 2012, magistrado ponente Danilo Rojas Betancourth, expediente 20.397). En ellas se explicó lo siguiente: 

"25. De tal manera que, para que las autoridades puedan ejercer la función administrativa a través de la facultad de autotutela declarativa, esto es, para que puedan expedir actos administrativos como decisiones unilaterales de obligatorio cumplimiento para los administrados, ellas deben estar dotadas de competencia y contar con la autorización constitucional o legal expresa para tomar ese tipo de decisiones. Dicho de otro modo, primero debe contar la administración con la competencia, para poder ejercer luego la autotutela declarativa, siendo aquella, presupuesto obligado de ésta. Así lo aclaró la Sala en pasada ocasión, al manifestar:


"(...)  una cosa es el poder de autotutela que el ordenamiento jurídico le otorga a la Administración Pública y otra cosa es la competencia en virtud de la cual puede ejercerlo; porque el hecho de que ella -o cualquier persona que por disposición legal ejerza función administrativa- pueda manifestarse a través de decisiones unilaterales obligatorias, es decir, mediante la expedición de actos administrativos en los que resuelve unilateralmente las cuestiones sometidas a su conocimiento y decisión, no significa que pueda hacerlo indiscriminada y arbitrariamente, por cuanto el ejercicio de la función administrativa está enmarcado dentro de unos límites expresamente impuestos por la ley, que es la que define en qué términos dicha función puede ser ejercida, y establece concretamente qué pueden hacer las autoridades administrativas, a tal punto que la misma Constitución Política consagra en su artículo 6º la responsabilidad general de los servidores públicos por violación de la Constitución y la ley, como opera para todos los habitantes del territorio nacional, pero también una responsabilidad especial, por el incumplimiento o la extralimitación en el ejercicio de sus funciones; y el artículo 121 de la misma codificación supralegal, establece que “ninguna autoridad del Estado podrá ejercer funciones distintas de las que le atribuyen la Constitución y la ley”; de tal manera, que no habrá competencias implícitas ni supuestas, por cuanto se impone en todas las actuaciones administrativas -y de las autoridades estatales en general- el principio de legalidad, que, como es bien sabido, es configurativo del Estado de Derecho y constituye el pilar fundamental dentro de las garantías de los asociados frente al Poder Público".


No existiendo entonces norma que autoricen a las entidades estatales sometidas excluidas del Estatuto General de Contratación de la Administración Pública para aplicar multas, resulta claro que ellas no pueden aplicarlas mediante decisiones unilaterales.

Así lo definió con claridad la Sección Tercera del Consejo de Estado , tal como se evidencia en la sentencia del 23 de septiembre de 2009 correspondiente al expediente 24.639 de la cual fue magistrada ponente Myriam Guerrero Escobar, y en la cual se explicó lo siguiente:

"La falta de competencia de la entidad estatal para imponer multas al contratista mediante acto administrativo.

"Procede la Sala a examinar el primero de los cargos que han sido formulados, contra las Resoluciones 0400 de 15 de febrero de 2000 y 4259 de 21 de noviembre de 2000, relacionado con la falta de competencia del ISS para imponer la sanción de multa a la Corporación GRANAHORRAR.

"Al analizar el régimen jurídico que imperó en el convenio No. 4129 D, de 30 de enero de 1995, celebrado entre el ISS y GRANAHORRAR, quedó claro que el mismo estuvo regulado por las disposiciones contenidas en el derecho privado, como también, que para la época en que fue suscrito ya se encontraba en vigencia la Ley 80 de 1993.

"A lo anterior se agrega que las dos partes contratantes son entidades estatales, en términos del artículo 2º de la Ley 80 de 1993, que conforman la estructura administrativa del Estado, pertenecientes al nivel central, según lo dispuesto por los Decretos 3130 y 1950 de 1968, vigentes al momento de la celebración del contrato y actualmente por la Ley 489 de 1998.

"Establecidas estas premisas se advierte que como el convenio 4129-D se rigió por el régimen del derecho privado, en el cual las partes actúan en igualdad de condiciones, resulta claro que ninguna de ellas estaba autorizada para hacer uso de prerrogativas o potestades que son propias del derecho público y por ende, no usuales en el derecho común.

"Sobre el tema resulta pertinente traer a colación el pronunciamiento de la Sala, contenido en sentencia de 21 de octubre de 1994, Expediente 9288, en el cual se hace claridad sobre las potestades de la Administración cuando el régimen jurídico que impera en el contrato es de derecho privado, cuyos apartes pertinentes se transcriben a continuación:

"Ahora bien, el Art. 71 del Decreto 222 / 83 señala en los contratos administrativos la facultad de la entidad contratante para imponer multas en caso de mora o de incumplimiento parcial. Esa facultad es una manifestación del poder coactivo de que goza la administración frente a los particulares, en este caso los contratistas, con el fin de lograr el cumplimiento de la satisfacción de las necesidades colectivas y la obtención de los fines propios del Estado. Pero esa facultad de imponer multas en forma unilateral, no puede ser usada sino en los casos en los cuales expresamente lo autoriza la ley, es decir, en los contratos administrativos, hoy denominados contratos estatales, sin que pueda una entidad de derecho público extenderla a otros eventos no consagrados en la norma, bajo el argumento de que ese es un contrato de naturaleza especial.

"No es la importancia de la materia del contrato, en este caso las exportaciones, ni lo que sobre ella opine la entidad, lo que faculta para usar poderes exorbitantes.

"Ese establecimiento público demandado, sólo podía usar tales poderes cuando se encuentre frente a uno de los contratos señalados en el Art. 16 del Decreto 222 / 83, pero no en uno que no está incluido en esa norma, los cuales se regirán por el derecho privado, donde el incumplimiento y la sanción que de él se derive, sólo puede ser decretado por los jueces, como es el caso de autos.

"Ahora bien, dentro de la autonomía que las partes mantienen en los contratos regidos por el derecho privado, entendiéndose entre ellos los que de antaño se llamaron de derecho privado de la administración, resulta conveniente precisar si es viable pactar multas periódicas y sucesivas por el incumplimiento a las obligaciones del contratante y si quien se considera acreedor de las mismas puede aplicarlas por sí, y ante sí, es decir, directamente, o, si por el contrario, lo que debe es aducir el referido incumplimiento y la respectiva estipulación, origen de las multas, para que el Juez del contrato sea quien decida tales aspectos.

"Al respecto se tiene que conforme al principio general de la contratación, de la libertad y la autonomía privada consagrada en el Art. 1602 del C. Civil, cuando estipula que: "Todo contrato legalmente celebrado es una ley para los contratantes, y no puede ser invalidado sino por su consentimiento mutuo o por causas legales.", resulta posible que en el contrato de derecho privado se faculte a una de las partes para imponer multas a la otra, tendiente a procurar o constreñir el cumplimiento de las obligaciones a su cargo o para sancionar el incumplimiento de las mismas.

"Pero también es razonable que tal atribución negocial debe ser expresa, precisa, clara y limitada a los casos allí señalados, a la vez que los apremios o sanciones no sean desproporcionados, de tal suerte que se tomen irrazonables o inequitativos dentro del contexto general del negocio.

"Con base en el principio de la igualdad absoluta de las partes en el contrato de derecho privado, ninguna de ellas puede arrogarse el privilegio de multar directamente a la otra por supuestos o reales incumplimientos de sus prestaciones debidas, dado que no se puede ser Juez y parte a la vez en dicha actividad negocial. Le corresponde por consiguiente al Juez del contrato, de acuerdo con lo alegado y probado, determinar si se dan los supuestos fácticos y jurídicos que justifiquen la imposición de la referida multa. Adicionalmente, en cada caso, el Juez ponderará si la cuantía y modalidad de las multas son razonables, equitativas y compensatorias al incumplimiento total o parcial, y aún en el caso del incumplimiento tardío, o defectuoso, o si por el contrario, aquellas resultan extremas, desproporcionadas o inequitativas, lo cual le permitirá mirarlas como ineficaces total o parcialmente, reducirlas, y, en fin, atemperarlas a las justas proporciones del caso. (Subrayado no es del original)

"Quiere decir que en aquellos contratos que celebren las entidades de derecho público, cuyo régimen jurídico aplicable son las normas de derecho privado, las partes actúan en una relación de igualdad, no obstante que estos negocios jurídicos detenten la naturaleza de contratos estatales, por lo tanto, aunque en virtud del principio de la autonomía de la voluntad, en las cláusulas contractuales se haya pactado la imposición de multas y aunque se hubiere estipulado su efectividad de manera unilateral, mediante la expedición de un acto administrativo, ninguna de las partes podrá ejercer dicha potestad, en tanto que la ley no las ha facultado para ello y las competencias, como es sabido provienen de la ley y no del pacto contractual.

"A lo anterior se agrega que cuando las dos partes de la relación contractual representan al Estado y actúan en nombre de él, la Ley 80 de 1993, en su artículo 14 ha previsto la prescindencia de las cláusulas o estipulaciones excepcionales, por tratarse de contratos inter-administrativos y a no dudar el Convenio 4129-D de 30 de enero de 1995, es un contrato que cumple tales características, en consecuencia en esta clase de contratos no es posible estipular cláusulas excepcionales al derecho común y aunque la cláusula de multas no se encuentra consagrada como una facultad excepcional por la Ley 80 de 1993, circunstancia que permitía pactarla bien en los contratos interadministrativos o en aquellos regidos por el régimen del derecho privado, lo cierto es que ninguna de las partes está facultada para imponerlas unilateralmente, mediante acto administrativo, so pena de que el acto así expedido se encuentre afectado por vicio de incompetencia. Hoy con la Ley 1150 de 1993, si se encuentran prevista la competencia de la Administración para imponer multas al contratista, de manera unilateral, pero no en los contratos interadministrativos.

"De otra parte, como ya quedó anotado en esta providencia, la Ley 80 de 1993,-en el caso de que esta fuera la norma aplicable al caso concreto, que no lo es, porque el régimen jurídico que gobernó el convenio 4129-D es el de derecho privado-, no consagró la potestad de la Administración para imponer multas, tal como lo dilucidó la Sala en la sentencia de 20 de octubre 2005, Expediente 14579, criterio que permaneció hasta cuando se expidió la Ley 1150 de 2007, que también fue materia de análisis en esta providencia.

"En virtud del principio de legalidad[61], principio básico en un Estado de derecho, las competencias de cada uno de los órganos y autoridades de la Administración Pública deben encontrarse asignadas por la Constitución Política o la ley de manera expresa, tal como lo ordena la Carta en sus artículos 4, 6, 121 y 122, lo cual impone que toda actuación de dichos órganos se encuentre sometida al imperio del derecho, presupuesto indispensable para la validez de los actos administrativos.[62]

"La jurisprudencia de la Sección Tercera[63] ha determinado que la competencia constituye el primero y más importante requisito o presupuesto de validez de la actividad administrativa que faculta a quien ejerce funciones administrativas actuar dentro del marco de la legalidad, en acatamiento del derecho fundamental del debido proceso[64] y el principio de legalidad[65], consagrados en la Constitución Política, esenciales en un estado de derecho.
                   
"Igualmente ha puntualizado sobre el vicio de incompetencia lo siguiente[66]:

“(…) dada la gravedad que representa la ausencia de este requisito en la expedición de los actos administrativos, la Sala, al igual que la doctrina[67], ha considerado que “...por tratarse del cargo de incompetencia (...) que constituye el vicio más grave de todas las formas de ilegalidad en que puede incurrir el acto administrativo y por el carácter de orden público que revisten las reglas sobre competencia (Art. 121 y 122 Constitución Política), es posible su examen en forma oficiosa por el juzgador”[68].

"Con lo anterior, no se trata de desconocer el principio de jurisdicción rogada que distingue a la contencioso administrativa, sino de admitir que existen algunos eventos en los cuales tal característica debe ceder, en virtud de los más altos valores que se hallan en juego y que le corresponde defender al juez contencioso administrativo (…)” (Negrilla no es del texto)

"La actividad en materia contractual desplegada por la Administración también se encuentra supeditada al principio de legalidad en cuanto que sus decisiones deben encontrarse sometidas a las atribuciones y competencias determinadas expresamente por la ley, normas de orden público y de obligatorio cumplimiento, más aún cuando se trata del ejercicio de prerrogativas que son propias del ente estatal en su calidad de contratante. Ello significa que cuando las entidades del Estado se relacionan con los particulares, mediante el vínculo contractual, el ejercicio de facultades requiere de definición legal previa y expresa, en tanto que es la propia ley la que establece límites a la autonomía de la voluntad.

"Significa que cuando el ISS decidió imponer la sanción de multa a la Corporación GRANAHORRAR, mediante la expedición de la Resolución 0400 de 15 de febrero de 2000, debía encontrarse autorizada por la ley, pero como las normas del derecho privado no consagran competencia alguna a las entidades del Estado para imponer multas mediante acto administrativo unilateral y la Ley 80 de 1993, Estatuto Contractual vigente para la época en que se celebró el contrato, tampoco atribuía dicha competencia a las entidades públicas, resulta claro que actuó sin competencia funcional y, por lo tanto, el acto administrativo que impuso la sanción y aquel que confirmó la decisión, se encuentran afectados de nulidad por vicio de incompetencia, la cual será declarada; en consecuencia, se revocará el numeral segundo de la sentencia que denegó las pretensiones de la demanda.

"Como quiera que en el presente asunto, prospera el primero de los cargos formulados contra los actos administrativos acusados, la Sala no adelantará el análisis de los dos restantes".


En conclusión, resulta claro que las entidades estatales sometidas al derecho privado  carecen de facultades para imponer multas durante el desarrollo de un contrato, ante la ausencia de una norma que les otorgue la competencia para hacerlo.

El Consejo de Estado y los imprevistos del contrato


El abogado Sandro Calderón me envió esta sentencia donde se hace un análisis de la naturaleza del AIU, para efectos de establecer las bases de la indemnización que debía recibir como consecuencia de la declaratoria de nulidad de un acto administrativo que declaró desierta una licitación. 

La sentencia fue proferida por la sección tercera del Consejo de Estado el 14 de octubre de 2011, radicada con el número interno 20.811 y tuvo como ponente a la magistrada Ruth Stella Correa Palacio.

Aunque el análisis tiene como finalidad establecer cual es la utilidad del AIU para definir el monto de las indemnizaciones a que tiene derecho el contratista o el oferente a quien se le frustró el derecho de ejecutar el contrato, en la sentencia se hace un análisis breve de su función,  confirmando el criterio que hemos adoptado en otros escritos de este blog.

El texto pertinente de la sentencia es el siguiente:    


"Frente a la utilidad que esperaba la demandante de haber sido la adjudicataria -lucro cesante-, tal concepto se limita precisamente sólo a la utilidad y no a los demás conceptos que conforman el A.I.U. del valor total de la oferta, como lo son la administración y los imprevistos, pues en realidad los mismos no hacen parte de la ganancia o remuneración o utilidad que por sus servicios percibe el contratista.

"En efecto, sobre el denominado concepto de Administración, Imprevistos y Utilidad -A.I.U.- que se introduce en el valor total de la oferta y de frecuente utilización en los contratos de tracto sucesivo y ejecución periódica, como por ejemplo, en los de obra, si bien la legislación contractual no tiene una definición de este concepto, ello no ha sido óbice para que en torno a los elementos que lo integran se señale lo siguiente:

"…la utilidad es el beneficio económico que pretende percibir el contratista por la ejecución del contrato y por costos de administración se han tenido como tales los que constituyen costos indirectos para la operación del contrato, tales como los gastos de disponibilidad de la organización del contratistael porcentaje para imprevistos, como su nombre lo indica, está destinado a cubrir los gastos con los que no se contaba y que se presenten durante la ejecución del contrato. Es usual en la formulación de la oferta para la ejecución de un contrato de obra, la inclusión de una partida de gastos para imprevistos y esa inclusión e integración al valor de la propuesta surge como una necesidad para cubrir los posibles y eventuales riesgos que pueda enfrentar el contratista durante la ejecución del contrato.  (negrilla fuera de texto)

"Sobre la naturaleza de esta partida y su campo de cobertura, la doctrina, buscando aclarar su sentido, destaca que la misma juega internamente en el cálculo del presupuesto total del contrato y que se admite de esa manera ‘como defensa y garantía del principio de riesgo y ventura’ para cubrir ciertos gastos con los que no se cuenta al formar los precios unitarios (…)

"En nuestro régimen de contratación estatal, nada se tiene previsto sobre la partida para gastos imprevistos y la jurisprudencia se ha limitado a reconocer el porcentaje que se conoce como A.I.U - administración, imprevistos y utilidades- como factor en el que se incluye ese valor, sobre todo, cuando el juez del contrato debe calcular la utilidad del contratista, a efecto de indemnizar los perjuicios reclamados por éste…"55 (Subrayado por fuera del texto original).

"De acuerdo con la jurisprudencia el AIU propuesto para el contrato, corresponde a:

"i). los costos de administración o costos indirectos para la operación del contrato, tales como los gastos de disponibilidad de la organización del contratista, esto es: A;

"ii). los imprevistos, que es el porcentaje destinado a cubrir los gastos con los que no se contaba y que se presenten durante la ejecución del contrato, esto es, el álea normal del contrato: I; (negrilla fuera de texto)

"iii). la utilidad o el beneficio económico que pretende percibir el contratista por la ejecución del contrato, esto es: U.

"Ahora, teniendo en cuenta que no existe ninguna reglamentación que establezca porcentajes mínimos o máximos para determinar el A.I.U., cada empresa o comerciante de acuerdo con su infraestructura, experiencia, las condiciones del mercado, la naturaleza del contrato a celebrar, entre otros factores, establece su estructura de costos conforme a la cual se compromete a ejecutar cabalmente un contrato en el caso de que le sea adjudicado.

"En cuanto a la incidencia del cálculo del A.I.U. incluido en la propuesta, para efectos de procesos de selección frustrados por hechos imputables a la administración, o la ejecución del contrato y la equivalencia de las prestaciones del mismo, existe abundante jurisprudencia acerca de la cuantificación de los perjuicios que padece el contratista con base en la utilidad esperada que se incluyó en él dentro de la propuesta, en el entendido de que, si el fundamento de la responsabilidad es reparar el daño causado y llevar al damnificado al mismo lugar en que se encontraría de no haberse producido la omisión del Estado, resulta procedente reconocer la totalidad de dicha ganancia proyectada por el mismo contratista.56

"La importancia del A.I.U. - administración, imprevistos y utilidades-, para estos efectos estriba en que el juez del contrato lo reconoce como factor de la propuesta en el que se incluyen dichos valores, de manera que permite calcular con base en la utilidad la indemnización de los perjuicios reclamados por el contratista u oferente, según el caso, en aquellas controversias en las que les asiste el derecho.

"Planteadas así las cosas, sólo se reconocerá a la sociedad demandante a título de restablecimiento del derecho, la suma que corresponde a la utilidad, la cual será indexada o actualizada aplicando los índices de precios al consumidor certificados por el DANE, para preservar su valor adquisitivo en el tiempo y dejarla a salvo de cualquier pérdida o depreciación de la moneda originada del fenómeno inflacionario, desde la fecha en que se habría terminado la ejecución del contrato de haberle sido adjudicado -momento en que efectivamente la hubiera percibido- hasta la fecha de esta sentencia, en la forma en que de tiempo atrás lo admite la jurisprudencia de la Sección.57 "

lunes, agosto 06, 2012

¿A quien beneficia la regulación de la capacidad residual de contratación?


Hace unos días escribí un artículo sobre la regulación de la capacidad residual contenida en el decreto 734 de 2012 (ver SOBRE LA CAPACIDADRESIDUAL DE CONTRATACION EN EL DECRETO 734 DE 2012), en el que afirmaba que “partiendo lógicamente de la presunción de buena fe, debemos suponer que la regulación contenida en el decreto 734 de 2012 constituye un error involuntario y que ningún interés subjetivo inspiró a sus redactores con el fin de excluir a ciertos contratistas y beneficiar a otros”. 

Ante los torrentes de críticas, este decreto fue reformado mediante el decreto 1397 de 2012; sin embargo, continúan oyéndose las quejas provenientes de diferentes sectores frente a la nueva regulación, motivo por el cual es  oportuno preguntarnos si las deficiencias del mismo constituyen realmente de un error involuntario.

Pues bien, el decreto 1397 de 2012 quiso enderezar el entuerto cometido, estableciendo en el inciso primero del artículo  primero, el siguiente mecanismo para calcular la capacidad residual para el contrato de obra: 

“1.  Capacidad residual para el contrato de obra. Es  el  resultado de restar al  indicador  capital  de  trabajo  del  proponente  a  31  de  diciembre  del  año  anterior  a  la  fecha  de  presentación  de  la  propuesta,  acreditado  y  registrado  en  el  RUP,  los  saldos  de  los contratos  de  obra  que  a  la  fecha  de  presentación  de  la  propuesta  el  proponente directamente,  y a  través  de  sociedades  de  propósito  especial,  consorcios  o  uniones temporales  en  los  cuales  el  proponente  participe,  haya  suscrito  y  se  encuentren vigentes,  y  el  valor  de  aquellos  que  le  hayan  sido  adjudicados, sobre  el  término pendiente  de  ejecución  de  cada  uno  de  estos  contratos.  El  término  pendiente  de ejecución deberá ser expresado en meses calendario”.

La nueva regulación reiteró la decisión de abandonar el mecanismo que había regido desde hace muchos años, la cual tenía en consideración una combinación de factores tales como la experiencia probable, la capacidad financiera y la capacidad técnica; a su vez la capacidad financiera era el fruto de evaluar el patrimonio, la liquidez medida (como activo corriente sobre pasivo corriente) y el nivel de endeudamiento.  La decisión de cambiar este esquema no se entiende si tenemos en cuenta que éste era un sistema aceptado pacíficamente y sin cuestionamientos por parte de las entidades o de los contratistas. El decreto mantuvo entonces el capital de trabajo como el indicador que sirve de base para calcular la capacidad residual, de igual manera a como lo había definido el decreto 734 de 2012. El cambio radicó en la forma de calcular el valor que opera como sustraendo del capital de trabajo, para el cual se tomarán los saldos de los contratos de obra que a la fecha de presentación de la propuesta haya suscrito el oferente y se encuentren vigentes al igual que los adjudicados, divididos por el término pendiente de ejecución de cada uno de los contratos, expresado este término en meses.

Esto significa que del capital de trabajo se restará el promedio mensual del saldo que falta por ejecutar de cada contrato.

En el decreto existen otros preceptos, pero el citado inciso primero del artículo 1 es el que interesa para el presente análisis

Pareciera ser que el gobierno entendió que si el capital de trabajo era un indicador financiero que reflejaba la liquidez de una empresa en el corto plazo, sólo podía restarle los compromisos adquiridos a corto plazo, y por eso se afecta únicamente con el equivalente a un mes del saldo que falta por ejecutar y no con el valor total del saldo.

Igualmente se introdujo como ventaja para paliar los efectos negativos de la regulación inicial, el que sólo se tengan en cuenta “los contratos de obra”, excluyéndose entonces otros contratos  como el de concesión que bajo la disposición anterior parecían quedar incluidos y se limitó el uso del capital residual al contrato de obra. (Véase elartículo REFLEXIONES SOBRE EL DECRETO 1397 DE 2012, POR EL CUAL SE MODIFICA EL NUMERAL 1 DEL ARTÍCULO 6.1.1.2 DEL DECRETO 734 DE 2012, EN EL QUE SE DEFINE LA CAPACIDAD RESIDUAL DE CONTRATACIÓN  publicado en la página de la CCI).

La regulación contenida en el decreto 1397 de 2012 hace menos crítica la situación para los contratistas, pero pareciera ser que el problema no se ha solucionado pues siguen escuchándose voces de protesta provenientes tanto de los pequeños contratistas como de los grandes.

Hace unos días recibí una carta del ingeniero Juan Carlos Aguirre Quintero en la cual me expresaba su preocupación por el hecho de que esta regulación buscaba privilegiar a las grandes empresas, pues serían ellas las que podrían acreditar grandes capitales de trabajo, de tal manera que no se verían afectados por la deducción que se hace de los saldos de los contratos adjudicados y/o en ejecución.  Expresaba que veía “con gran preocupación y desesperanza como el gobierno día a día nos va cerrando el campo de acción, tornándose cada vez más dificultosa y estrecha la posibilidad de acceder a un simple contrato con cualquier entidad”. En igual sentido se pronunció  la Sociedad Caldense de Ingenieros y Arquitectos a través de una carta fechada el 11 de julio de 2012 y dirigida al Presidente Juan Manuel Santos.

Pero por otro lado, para las grandes empresas el panorama tampoco pareciera ser muy alentador, pues ellas en muchas ocasiones ven afectado su capital de trabajo por los compromisos financieros que asumen para la ejecución de sus proyectos y, precisamente por la magnitud de los contratos a los que acceden normalmente estas empresas, la afectación de su capacidad residual será también en la misma proporción que el valor de los mismos.

No pareciera ser entonces que el querer del gobierno fuera excluir a los pequeños para beneficiar a los grandes o viceversa, pues parece que ambos grupos se ven afectados.

Como en este país nos acostumbramos a pensar en que las normas se expiden en beneficio de alguien o de un sector en particular, la gente no deja de pensar en quién podrá ser el beneficiario de esta regulación: no pueden ser las entidades estatales pues a ellas no les favorece que se reduzca la competencia con la disminución de la pluralidad de oferentes; no son los pequeños contratistas como tampoco pareciera ser la mayoría de los grandes contratistas.

Curiosamente las únicas que se verían beneficiadas serían las empresas nuevas que se constituyan con un importante capital y no tengan contratos en ejecución o contratos adjudicados, a pesar de lo cual pueden acreditar experiencia mostrando la de sus socios o asociados, según lo autoriza el inciso quinto del artículo  6.2.1.4. Ante esta situación surgen varias preguntas: ¿Por qué se abandonó el sistema de medición de la capacidad de contratación que ya estaba probado y aceptado por todos? ¿Es casual que hoy, simultáneamente con la nueva forma de medir la capacidad de contratación, basada en el capital de trabajo, se haya autorizado que para empresas nuevas pueda hacerse valer la experiencia de sus socios? ¿Será que con la nueva metodología, el Gobierno está buscando atraer nuevos capitales para la creación de nuevas empresas de construcción? Y en caso afirmativo ¿Cuáles son los capitales que el Gobierno busca atraer? 

El tiempo mostrará si las dudas que han surgido entre los contratistas tienen fundamento, lo cual se evidenciaría si se presenta una reducción importante en la pluralidad de oferentes que participan en las diferentes licitaciones, o si, al contrario, obedecen a un exceso de suspicacia frente a la gestión estatal. 

domingo, junio 17, 2012

LAS ACTUACIONES DE LAS AUTORIDADES AMBIENTALES Y EL PRINCIPIO DE PRECAUCION (I)


Las actuaciones de las autoridades ambientales y el libro “LEYES DEL MIEDO. MAS ALLA DEL PRINCIPIO DE PRECAUCION” 


La intervención que el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible y la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales ha venido realizando sobre el proyecto del Túnel de Oriente y sobre otros proyectos de infraestructura en el país se ha sustentado en la aplicación del “principio de precaución”.

Consultando literatura especializada sobre este tema, me encontré con una obra cuyo título resulta atractivo: LEYES DE MIEDO. MAS ALLÁ DEL PRINCIPIO DE PRECUACIÓN del autor Cass R. Sunstein (editorial Katz, Buenos Aires, 2009). El autor explica que en múltiples ocasiones las autoridades públicas actúan de manera irracional dejándose llevar por el miedo y por presiones públicas, y terminan adoptando medidas que son incoherentes pues “existen riesgos en todos los aspectos de las situaciones sociales. Por tanto es paralizante, prohíbe las mismas medidas que requiere. Debido a que los riesgos están en todas partes, el principio de precaución prohíbe la acción, la inacción y todos los estadios intermedios”.

Para entender la realidad de esta afirmación, basta mencionar como ejemplo que la ANLA al suspender todas las actividades y obras relacionadas con el proyecto “Túnel de Oriente”, impidió que se continuaran haciendo la totalidad de las actividades de medición del estado de los recursos naturales, como lo son las fuentes de agua existentes (lo que se conoce como la “línea base ambiental”), y a pesar de que se le solicitó expresamente que permitieran continuar realizando estas actividades que eran indispensables para la evaluación posterior de las reales consecuencias de la construcción del túnel se abstuvieron de autorizarlas; así pues, acuden al principio de precaución por no tener certeza sobre los reales efectos del túnel, pero prohíben las actividades de monitoreo que posteriormente permitirán establecer cuales son sus reales efectos. Tal como lo dice al autor citado, este principio es “paralizante, prohíbe las mismas medidas que requiere”

Este libro analiza otros tópicos que vale la pena destacar: por ejemplo analiza como las autoridades se dejan influenciar por el miedo de la comunidad que muchas veces es promovido por “grupos de interés” y que luego crece como “un reguero de pólvora”, lo que en este caso se evidenció en que los temores de algunos pobladores del sector de Santa Elena fueron adoptados por grupos ambientalistas que logran ser replicados por unos funcionarios del Municipio de Medellín y elevan sus temores ante el Ministerio de Ambiente, llegándose al paroxismo de que el propio Ministro de Ambiente declarara que con la construcción del Túnel se ponía en riesgo el suministro de agua de Medellín, Envigado, Rionegro y Guarne, desconociendo que sólo unos pocos pobladores de las zonas rurales de estos municipios se surten de fuentes provenientes de la cuenca que será atravesada por el futuro túnel.

Resalta también las consecuencias negativas de aplicar el principio de precaución tomando como base “los peores escenarios” y no basándose en los escenarios probables y racionales, lo que en el caso del Túnel de Oriente se ha evidenciado en la tendencia a incrementar las exigencias ambientales para evitar que se repita la experiencia negativa ocurrida en la Central de La Miel de ISAGEN, en donde se presentaron mayores niveles de infiltración de los previstos durante la construcción del túnel para el trasvase del Río Manso, sin tener en cuenta que este fue un caso excepcional frente a las experiencias normales en este tipo de proyectos.

Concluye este autor que “por estas razones, he criticado el principio de precaución, al menos si esta idea se toma como una súplica para que se implemente una regulación enérgica de aquellos riesgos que es improbable que se concreten… Cuando, por ejemplo, un incidente en particular está “disponible”, en el sentido de que se recuerda con facilidad (v.gr. el Rio Manso), las personas tienden a preocuparse mucho más de lo necesario… La selectividad del peligro se ve agravada por el descuido de la probabilidad, a través de las cuales las emociones intensas llevan a las personas a concentrarse en los peores escenarios sin tomar en cuenta la probabilidad de que ocurran… ¿Qué puede hacerse como respuesta? Las autoridades reguladoras sensatas manejan el miedo por medio de la educación y la información. El análisis del costo beneficio es una herramienta en extremo útil, simplemente porque brinda una comprensión de lo que está en juego, de lo que ha de ganarse y lo que ha de perderse con las intervenciones regulatorias. Si una regulación ambiental costara mucho e hiciera poco para mejorar la salud pública o el medioambiente, no hay razón para adoptarla…”

Lo que hemos visto en la práctica es que en función del principio de precaución, proyectos como el Túnel de Oriente han sido suspendidos en espera de que la autoridad ambiental defina qué estudios adicionales a los que fueron elaborados al momento de otorgarse la licencia ambiental, deban solicitarse de manera adicional a los existentes para lograr una plena certeza de que la construcción del túnel no generará daños ambientales, certeza que va en contravía con la razón de ser de las licencias ambientales como lo analizaremos a continuación.

(Ver la segunda parte en el vínculo http://contratacionestatal.blogspot.com/2012/06/las-actuaciones-de-las-autoridades_17.html)

LAS ACTUACIONES DE LAS AUTORIDADES AMBIENTALES Y EL PRINCIPIO DE PRECAUCION (II).


LOS EFECTOS PARALIZADORES DERIVADOS DE LA APLICACIÓN DEL PRINCIPIO DE PRECAUCIÓN

(Ver la primera parte en el vínculo http://contratacionestatal.blogspot.com/2012/06/las-actuaciones-de-las-autoridades.html)

Pretender que sólo pueden ejecutarse proyectos frente a los cuales existe certeza de que no causarán daños ambientales, es un pensamiento contradictorio con la naturaleza misma de las licencias ambientales pues por definición legal ellas sólo se requieren con relación a “un proyecto, obra o actividad, que de acuerdo con la ley y los reglamentos pueda producir deterioro grave a los recursos naturales renovables o al medio ambiente o introducir modificaciones considerables o notorios al paisaje…”. Esto significa que no puede pretenderse que una obra de infraestructura carezca de efectos negativos frente al medio ambiente pues, por definición, si requiere licencia, es porque puede producir un deterioro grave a los recursos naturales renovables o al medio ambiente. Es por eso que el objetivo principal de la licencia es imponer al beneficiario obligaciones para que “la prevención, mitigación, corrección, compensación y manejo de los efectos ambientales del proyecto, obra o actividad autorizada” (artículo 3 del decreto 2820 de 2010).

El principio de precaución, por naturaleza, es un principio paralizador pues a través de él se busca impedir la aplicación de nuevas tecnologías o nuevos desarrollos, cuando existen dudas sobre los efectos sobre las personas o el medio ambiente. Este principio está previsto en el numeral 6 del artículo 1 de la ley 90 de 1993 de la siguiente manera:

“6. La formulación de las políticas ambientales tendrá en cuenta el resultado del proceso de investigación científica. No obstante, las autoridades ambientales y los particulares darán aplicación al principio de precaución conforme al cual, cuando exista peligro de daño grave e irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces para impedir la degradación del medio ambiente”.

La anterior definición puede ser explicada de la siguiente manera: el desarrollo tecnológico y la actividad económica puede ser generadora de riesgos para las personas y el medio ambiente; en ciertas ocasiones no existe certeza científica sobre la existencia de un riesgo sobre las personas o sobre el medio ambiente, pero existen sospechas de que ese riesgo puede existir. Esto ocurre, por ejemplo, con ciertos productos para el consumo humano que pueden ser sospechosos de producir cáncer: el principio de precaución enseña que es preferible prohibir su utilización así no se tenga certeza de que produce cáncer, a permitir su uso monitoreando sus efectos para que, de pronto, al cabo de los años resulte que sí era cancerígeno. Por tal motivo, esta falta de certeza sobre la existencia del riesgo no debe impedir que se tomen medidas de regulación que puedan ayudar a prevenir la afectación de las personas o el medio ambiente.

Lo típico del principio de precaución es que existe un alto nivel de incertidumbre sobre la real existencia del riesgo pero, a pesar de esa incertidumbre, resulta aconsejable que el Estado adopte medidas para evitar que ese riesgo se llegue a concretar.

Otro tratamiento diferente debe dársele a las actividades frente a las cuales ya existe el suficiente conocimiento científico sobre cuales son sus efectos reales: en el mundo moderno ninguna autoridad niega una licencia ambiental para la construcción de una central hidroeléctrica a pesar de los efectos negativos que tiene frente a las poblaciones que tendrán que ser reubicadas por la inundación de las tierras donde viven, o por la pérdida de la vegetación o el desplazamiento de la fauna nativa. Ante estos daños se ordenan medidas de prevención o en el peor de los casos de compensación pero el proyecto no es objeto de prohibición.

Esto es así pues la legislación ambiental parte del supuesto de que ciertas actividades, como la construcción de obras de infraestructura, generan afectaciones de diferentes niveles, pero no por ello se prohíbe la ejecución de las mismas; al contrario, dependiendo del nivel de intensidad de dichas afectaciones, prevé la utilización de prevención, mitigación, corrección, compensación y manejo de los efectos ambientales de la obra o actividad autorizada.

Es por ese motivo que la legislación vigente (decreto 2820 de 2010, artículo 1) define las medidas de compensación, corrección, mitigación y prevención de la siguiente manera:

Medidas de compensación: Son las acciones dirigidas a resarcir y retribuir a las comunidades, las regiones, localidades y al entorno natural por los impactos o efectos negativos generados por un proyecto, obra o actividad, que no puedan ser evitados, corregidos, mitigados o sustituidos.
Medidas de corrección: Son las acciones dirigidas a recuperar, restaurar o reparar las condiciones del medio ambiente afectado por el proyecto, obra o actividad.
Medidas de mitigación: Son las acciones dirigidas a minimizar los impactos y efectos negativos de un proyecto, obra o actividad sobre el medio ambiente.
Medidas de prevención: Son las acciones encaminadas a evitar los impactos y efectos negativos que pueda generar un proyecto, obra o actividad sobre el medio ambiente.

La imposición de este tipo de medidas como consecuencia de una licencia ambiental para la construcción de una obra de infraestructura es consecuencia el “principio de prevención” y no del “principio de precaución”.

La doctrina explica que el principio de precaución sólo procede ante situaciones de “ignorancia” debido a la falta de certeza científica sobre los efectos de determinada actividad humana, mientras que ante actividades cuyos riesgos son conocidos debe obrar el principio de prevención.

¿Podría entonces afirmarse que hoy en día se desconocen cuales son los riesgos derivados de la construcción de un túnel cuando este tipo de obras ha sido ejecutada y estudiada por siglos? La respuesta tiene que ser negativa; sin necesidad de ser especialista, se sabe de antemano que la construcción de un túnel puede generar un riesgo frente al abatimiento de las aguas superficiales, fenómeno cuya producción depende de las condiciones geológicas del macizo donde se construye el túnel; así pues, es imposible saber de antemano si determinado cauce o nacimiento de agua se verá afectado de manera particular, pero no es a esta falta de certeza a la que se refiere la normatividad vigente para justificar la utilización del principio de precaución: es a la falta de certeza científica sobre los efectos de la actividad como lo sería la construcción misma del túnel.

Conociéndose entonces de antemano cuales son los riesgos derivados de la construcción de un túnel, no tiene justificación acudir al mecanismo extremo del principio de precaución, que como ya dijimos es de naturaleza paralizadora, pues lo que debe hacerse es acudir a las medidas de prevención, mitigación, corrección y en, en el peor de los casos, compensación que la ley prevé como uno de los componentes fundamentales de la licencia ambiental.

Tampoco debe acudirse al principio de precaución para ordenar la suspensión de obras ya licenciadas justificado en los temores de la comunidad ni mucho menos en la presión de los grupos de interés que se oponen a cualquier tipo de desarrollo bajo el supuesto de la defensa a ultranza del medioambiente.


SOBRE LA CAPACIDAD RESIDUAL DE CONTRATACION EN EL DECRETO 734 DE 2012


Una gran inquietud ha generado la disposición contenida en el decreto 734 de 2012 a través de la cual se define la capacidad residual de contratación en función del indicador financiero “capital de trabajo”. Según lo dispone el numeral 1 del artículo 6.1.1.2, la capacidad residual para la contratación de cualquier obra “Es el indicador que resulta de restarle al indicador financiero de capital de trabajo, la sumatoria de todos los valores de los contratos que tenga en ejecución el contratista en la actividad de construcción al momento de participar en un determinado proceso de selección con el fin de señalar su nivel de saturación y que se acreditará ante la entidad de acuerdo a los parámetros señalados en el presente decreto y en los respectivos pliegos de condiciones”.

Los ejercicios que han hecho los analistas del tema demuestran que prácticamente ninguna sociedad contratista, que se encuentre operando en condiciones normales, cuenta con una capacidad residual positiva luego de hacer el cálculo previsto en la norma.

Pareciera ser que el defecto de la fórmula prevista en el decreto tiene su origen en intentar comparar dos cosas que no son comparables. En efecto, el capital de trabajo de una empresa hace referencia a los recursos que requiere la empresa para poder cumplir con sus obligaciones a corto plazo (ver http://www.gerencie.com/capital-de-trabajo.html y http://es.wikipedia.org/wiki/Capital_de_trabajo ), mientras que
el valor de los contratos que tenga en ejecución el proponente no refleja solamente los compromisos a corto plazo si no también los asumidos por él a mediano y largo plazo pues en muchas ocasiones los contratistas asumen compromisos a mediano y largo plazo; es más, si se acepta la posición expuesta por algunos en el sentido de que también debe restarse el valor de los contratos de concesión, resultaría que difícilmente las grandes empresas de construcción de Colombia podrían obtener una capacidad residual positiva.

Algunos han pretendido justificar el decreto diciendo que es desarrollo de lo previsto en el artículo ley 019 de 2012 (estatuto anti trámites), pero realmente el parágrafo de su artículo 221 lo único que dispone es que “para poder participar en los procesos de selección de los contratos de obra, la capacidad residual del proponente o K de contratación deberá ser igual o superior al que la entidad haya establecido para el efecto en los pliegos de condiciones”. Agrega que “para establecer la capacidad residual del proponente o K de contratación, se deberán considerar todos los contratos que tenga en ejecución el proponente al momento de presentar la oferta” y encarga al gobierno de reglamentar la materia.

Obsérvese entonces que allí no se dispone cual es la fórmula para calcular la capacidad residual.

Ante la contundencia de que la mayoría de las empresas constructoras con actividades permanentes arrojarán una capacidad residual negativa, otros han sugerido que en los pliegos de condiciones se establezca la posibilidad de autorizar una capacidad residual negativa, lo cual resulta contrario con la razón de ser de este indicativo, pues si lo que se pretende con este indicador es determinar el nivel de saturación del contratista, es apenas obvio que cualquier valor por debajo de 0 significa que su nivel de saturación está copado.

Es evidente que el problema no puede ser solucionado por vía de los pliegos de condiciones pues en ellos no puede establecerse ninguna regulación contraria a lo dispuesto en el decreto reglamentario.

Tampoco sería viable que la Agencia Nacional de Infraestructura intentara enderezar este entuerto por vía de un concepto, circular o cualquier otro mecanismo de interpretación de un decreto reglamentario.

Mucho menos puede pretenderse buscar una solución por vía de una acción de nulidad ante el Consejo de Estado puesto que una demanda de nulidad no puede fundamentarse en problemas de inconveniencia de una norma ni mucho menos en sus incoherencias.

Partiendo lógicamente de la presunción de buena fe, debemos suponer que la regulación contenida en el decreto 734 de 2012 constituye un error involuntario y que ningún interés subjetivo inspiró a sus redactores con el fin de excluir a ciertos contratistas y beneficiar a otros.

Sabemos que el tema está siendo debatido intensamente en los altos niveles, pero esperamos que por vía de una reforma del decreto reglamentario se tome una decisión pronta, pues estamos ante el desolador panorama de licitaciones que tendrán que declararse desiertas por falta de proponentes habilitados o de licitaciones en las cuales no se garantice la pluralidad de oferentes por la ausencia de suficientes proponentes que garanticen una sana competencia.

LA INDULGENCIA DEL CONSTITUYENTE FRENTE A LOS ERRORES DE LOS SERVIDORES PÚBLICOS: COMENTARIOS A PROPOSITO DE LA CULPA GRAVE Y EL DOLO COMO SUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD FISCAL


Hace unos días escuchaba un capítulo del programa radial Historia del Mundo de la profesora Diana Uribe dedicado al Siglo de Pericles, en el que describía al estadista ateniense de la siguiente manera: “su honestidad estuvo siempre a toda prueba, pero así como era de honesto también era un tipo fresco, o  no hizo de la honestidad una religión, no se volvió un perseguidor, fue lo suficientemente indulgente con las flaquezas y las debilidades humanas para poder gobernar a los atenienses y lo suficientemente honesto y recto con su propio carácter para poder ser ejemplo para toda la ciudad. Tenia el equilibrio entre la rectitud y la indulgencia, porque muchas veces, las personas que son de una rectitud intachable, pueden llegar a ser terriblemente severas. El no tenía esa severidad, sí tenia esa rectitud y además era un tipo capaz de comprender las flaquezas de la naturaleza humana…”

La descripción que hizo la historiadora Diana Uribe del estadista griego, me permitió entender por qué generan escozor las cruzadas moralistas de quienes se autodenominan adalides de la honestidad y la rectitud y que enarbolan estas banderas para atacar indiscriminadamente a los servidores públicos e incluso a los contratistas del Estado. Lo primero que molesta es que la honestidad no tiene que predicarse pues es una virtud que brilla por sí sola; lo segundo es que cuando la honestidad se convierte en una religión y en una actitud fundamentalista, se cae en el extremo de querer castigar, no sólo a quien de verdad se lo merece, sino también a personas inocentes o a quienes cometieron errores que para la ley no merecen sanción (pagan justos por pecadores).

No puede ser entonces honesta y recta la persona que acusa o castiga a un inocente o que persigue a quien cometió una falta leve que, ante la ley, carece de relevancia jurídica.

Los fundamentalistas de la honestidad (real o simplemente predicada) desconocen que nuestro constituyente fue intencionalmente indulgente con los servidores públicos al establecer niveles mínimos de culpabilidad que deben existir para poderles exigir responsabilidad patrimonial.

Citemos por ejemplo la regulación de la responsabilidad patrimonial de los servidores públicos prevista en el artículo 90 de la Constitución Nacional: esta norma establece la posibilidad de exigirle al servidor público que responda con su propio patrimonio, por haber dado lugar a una condena en contra de la entidad estatal. Sin embargo, establece una condición para que pueda exigírsele al servidor este tipo de responsabilidad: que hubiera actuado con dolo o culpa grave. Esto significa que no en cualquier caso en que una conducta del servidor hubiera dado lugar a una condena en contra del Estado, puede pedírsele que responda con su propio patrimonio: si el servidor actuó con culpa levísima o leve, su responsabilidad patrimonial está excluida

El legislador quiso hacer caso omiso de estar restricción al expedir la ley 160 de 2000, pues, al regular la responsabilidad fiscal, estableció en el parágrafo segundo del artículo 4 que “El grado de culpa a partir del cual se podrá establecer responsabilidad fiscal será el de la culpa leve”. Por este motivo, la Corte Constitucional a través de la sentencia c-619 de 2002, corrigió este entuerto con fundamento en los siguientes argumentos:

“6.5. Y es precisamente en ese punto en donde resalta la contrariedad de las expresiones acusadas con el Texto Superior, toda vez que ellas establecen un régimen para la responsabilidad fiscal mucho más estricto que el configurado por el constituyente para la responsabilidad patrimonial que se efectiviza a través de la acción de repetición (C.P. art. 90-2), pues en tanto que esta última remite al dolo o a la culpa grave del actor, en aquella el legislador desborda ese ámbito de responsabilidad y remite a la culpa leve. Así, mientras un agente estatal que no cumple gestión fiscal tiene la garantía y el convencimiento invencible de que su conducta leve o levísima nunca le generará responsabilidad patrimonial, en tanto ella por expresa disposición constitucional se limita sólo a los supuestos de dolo o culpa grave, el agente estatal que ha sido declarado responsable fiscalmente, de acuerdo con los apartes de las disposiciones demandadas, sabe que puede ser objeto de imputación no sólo por dolo o culpa grave, como en el caso de aquellos, sino también por culpa leve.

“6.6. Para la Corte, ese tratamiento vulnera el artículo 13 de la Carta pues configura un régimen de responsabilidad patrimonial en el ámbito fiscal que parte de un fundamento diferente y mucho más gravoso que el previsto por el constituyente para la responsabilidad patrimonial que se efectiviza a través de la acción de repetición. Esos dos regímenes de responsabilidad deben partir de un fundamento de imputación proporcional pues, al fin de cuentas, de lo que se trata es de resarcir el daño causado al Estado. En el caso de la responsabilidad patrimonial, a través de la producción de un daño antijurídico que la persona no estaba en la obligación de soportar y que generó una condena contra él, y, en el caso de la responsabilidad fiscal, como consecuencia del irregular desenvolvimiento de la gestión fiscal que se tenía a cargo”.

Esa misma indulgencia del legislador se observa en el ámbito del derecho penal, pues para la mayoría de los delitos contra la administración pública se exige la existencia del dolo, excluyendo por tanto el castigo por actuaciones culposas.

En el régimen disciplinario el legislador es menos indulgente que en los casos anteriores pues la mayoría de las faltas disciplinarias se configuran a título de culpa o dolo.

Lo que resulta importante destacar es que cuando el constituyente o el legislador exigen la configuración de dolo o culpa grave, o incluso de culpa leve en el campo del derecho disciplinario, es porque quieren ser indulgentes con los errores que pueden ser cometidos por debajo de esos niveles de culpa, durante el ejercicio normal de las funciones públicas.

Esta indulgencia tiene su clara justificación en el reconocimiento de una realidad inevitable: el ser humano se equivoca. Si los servidores públicos tuvieran la amenaza permanente de que cualquier error les generará una sanción, la administración se paralizaría pues ellos preferirían quedarse cruzados de brazos antes que actuar pues, obviamente, es más fácil equivocarse con la acción que con la inacción.

Desafortunadamente en muchas ocasiones los órganos de control fiscal olvidan esta graduación de los niveles de culpa y terminan calificando cualquier error como “culpa grave”. Incluso en el derecho disciplinario se olvida también que la culpa que amerita una sanción es la leve y no cualquier tipo de culpa. De esta manera los órganos de control terminan convirtiendo en inocua la definición legal de los niveles de culpa, con lo cual provocan un efecto paralizador en la administración pública, pues los servidores oficiales optan por hacer lo mínimo posible, para no correr el riesgo de comprometer su responsabilidad patrimonial.

Los órganos de control no pueden caer entonces en el despropósito de atacar de manera indiscriminada a todo servidor público que haya cometido un error, justificando esta actitud en la defensa de los intereses del Estado y de la comunidad, bajo el pretexto de que ese castigo podría tener un carácter ejemplificador frente a los demás servidores, pues con ello terminan olvidando que el Estado sólo quiere que se castigue a quien en verdad lo merece pero no desea que se castigue a quien no se lo merece.

No sobra mencionar que este tipo de amedrentamiento atemoriza más a los servidores honestos que los deshonestos, pues éstos poco temor tienen ante la amenaza de la pena ante el alto nivel de impunidad que existe en nuestro país y porque, en no pocas ocasiones, se sienten protegidos por sus vínculos y contactos políticos con los órganos de control.